dissabte, de març 27, 2010

TODO

Robat de la revista Mil Veus

TODO, por Luchino Sívori

En una página en blanco quise poner todo. El nacimiento, la infancia, el ahora. Salto del hospital Israelita del barrio de Once de mi provincia, Buenos Aires, a esta habitación de paredes blancas en la ciudad de Terrassa, Barcelona. Hago el salto y pretendo escribirlo; incluso quiero escribir ese salto, y el blanco que hubiese sido. No es original mi proyecto: Proust lo practicó con su obra más famosa, e incluso Sterne siglos antes. En ambos los escritores quieren ser Dios, o por lo menos ver el Aleph, como lo llamaba Borges.
Los tres quisieron verlo todo, y no dejar espacio a la Nada.
La escritura pretende eso a veces: el Todo pasarlo a papel. Por eso quiero ponerlo todo en estas hojas. Aquello que viví y lo que no viví; lo que se me escapó y lo que retuve. Aquello que nunca se me pasó por la cabeza y estas hojas crean no alcanzar…como dije antes: Todo.
PRIMERA PARTE
Todo comenzó con Proust. Me acuerdo cuando lo leí por primera vez en mi habitación, acostado y con la almohada doblada detrás de mi cabeza. Las primeras páginas me abrieron los ojos a un mundo del que no saldría jamás: el mío. Los detalles de sus descripciones, su tono elegante, las atmósferas; todos los personajes eran una cosa en una página y otra en la siguiente. Todos los ambientes cambiaban en sólo unas oraciones, al igual que sus ánimos, que nunca se repetían. Su escritura era diferente al resto; no necesitaba provocar silencios al estilo de Dickinson para decirnos aquello que no se podía decir. No usaba la ironía de Sterne, suerte de burla y deseo al mismo tiempo. Tampoco hacía metaliteratura, como Borges, que atravesaba la Historia y se reía de su ficción. Proust, en pleno siglo XX, mientras Europa se desangraba en los
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campos de batalla, decidía volver al viejo sueño de la totalidad: contarse a sí mismo. Y contarlo todo.
Marcel Proust no quiso vaciar su vida para darle más orden, y, posteriormente, sentido. Al contrario, el escritor fue a buscar todas las palabras del léxico para decirlas en su texto. Buscó recuerdos, y con ellos olores, imágenes, sentidos. Buscó las comas y los paréntesis y los guiones que pudiesen traducir su realidad, la única que todos conocemos, la nuestra. En lugar de buscar significados que simbolizaran su pasado su deseo era recuperarlo tal cual era: no pretendía la representación, quería presentar (se). Deseaba volver allí, instalarse de nuevo en esos jardines y caminos de Combray, en esas charlas y almuerzos en casa de su tía cuando el invitado preferido, Swann, los visitaba tocando la campana de la puerta de entrada.
Yo estoy aquí escribiendo y como dijo alguna vez Barthes "intentando parar el tiempo". Como En busca del tiempo perdido, quiero con este escrito pararlo todo y quedarme en pausa. Así podré traducir, y quizás algún día repetir, aquel tiempo olvidado, ya muy anclado en el pasado.
SEGUNDA
Cualquier libro es una lectura. O mejor dicho, cualquier lectura es un libro. Cuando dejamos un libro a medias estamos haciendo una semi interrupción: en realidad, nunca se para de leer. El libro pudo haberse quedado en la mesa de luz, pero nuestro cuerpo sigue leyendo y viviendo sus textos.
1.
Cuando nací mi nariz se pegó al vidrio de la incubadora que me sostenía, haciendo en cada exhalación una pequeña áurea empañada. Dicen que mi nariz quedó así, para arriba, mirando al cielo, porque el vidrio de la cuna, mi posición y cierta ayuda genética predispusieron tal formación. Personalmente no creo que fuera así, pero no puedo negar –hoy, aquí, en Barcelona, mucho años después y con algo de experiencia acumulada- que durante muchos años me convencí del hecho (llegué a odiar a esa incubadora, fruto de miles y miles de bromas de mis compañeros durante años: en la escuela, en el barrio y hasta con los familiares). Es notable como uno busca el origen de los males; si hubiese sabido que la naturaleza –y la genética- habían predestinado tal situación seguramente las cosas hubiesen sido menos pesadas, más naturales. Pero como el origen propuesto por la familia había sido una supuesta incubadora y una mala posición adoptada por mi cuerpo los matices cambiaron, y todo se volvió más cruel, menos normal. A veces pienso: cuando tomamos las cosas de un modo más natural (aquí el destino y la genética, pero también pueden incluirse factores del ambiente, corporales, sexuales, y hasta por qué no culturales) los conflictos se vuelven menos violentos, y se aceptan más. Si, en cambio, asumimos el problema desde la manipulación o el accidente –episodio que pudo haberse evitado o, por lo menos, modificado o intervenido- los procesos posteriores son mucho más terribles, el arrepentimiento es enorme, la bronca acumulada más intensa. Por ello la nariz fue traumática al principio –accidente de la postura e incubadora maldita- y mucho más light después, donde la naturaleza la justificó y argumentó, de alguna manera.
Mis padres me esperaban en la salita: mi madre menos emocionada por las drogas que habían metido en su cuerpo (nací por cesárea) que mi padre, que ya sabía que era el segundo y por ende acostumbrado al efecto de recibir de una enfermera sonriente un bebé que lloraba y gritaba a pesar de que sus pelos rubios y ojos achinados –que le iban a quedar ya por siempre- denotaran más a un ángel de un cuadro renacentista que a un recién nacido. Seguramente su predisposición fue diferente a la primera vez, con mi hermano; la costumbre que dan las segundas veces hacen que la magia de la primera (la inexperiencia, el rubor de lo extraño, los nervios, el desconocimiento) suprima los efectos de los actos posteriores, como cuando uno ve una película por segunda vez y ya sabe cómo terminara la escena, él besándola a ella y el malo muriendo en el último minuto, o ambos reencontrándose gracias a la magia del cine. En la realidad sucede lo mismo: el primer bebé se lleva el óscar, no el segundo. En el primero los gritos asustan, los nervios de la enfermera becaria contaminan el ambiente, la simpatía del doctor contagia el carácter; en el segundo o tercer parto los padres ya son profesionales del origen humano: ya no hay noticia que los asuste –salvo aquellas dramáticas o mortales- ni manipule sus sentimientos; el bebé es bienvenido como proceso natural, no bajo el manto de la magia del primero, que ya se ha robado todo el protagonismo y a partir de allí formará parte de la eterna comparación con los segundos y terceros (en la antigüedad en Europa los segundones recibían muy poco de la herencia, generalmente se dedicaban a buscarse la vida mientras los primerizos, seres con suerte si las hay, recibían casi un tercio de la herencia familiar o, si no eras de la clase noble, tierras o casas o granjas).
En la salita estaban mi hermano, mi padre y mi madre, obviamente. Según la historia familiar –todo el mundo tiene una, aunque sea inventada o parcialmente ficticia- mi hermano dijo "qué hermoso es", y mi padre lloró. Mi madre no se enteró de nada, estaba bajo las drogas del parto y la historia familiar no se ocupó de desmentirla; podría haberlo hecho, ya que la escena hubiese sido más dulce y simpática, y el tono se hubiese mantenido después del llanto de mi padre, las palabras de mi hermano y, pongamos, un abrazo de mi madre con todos, o la irrupción de mi abuela cantando una canción de cuna y todos abrazados, o un comentario del doctor que hubiese dejado a todos emocionados. Pero no. Mi madre no se enteró de nada y la escena terminó así, seca y sin emotividad. Como la vida misma.